De verdad que eso me da lo mismo, pero me sorprendió que un profesional me lo dijera así, tan de repente, sin medir mis encantos. Mientras sea capaz de controlar esas ganas locas de vivir a concho cada día de mi vida, haciendo lo que yo quiera hacer, las etiquetas no me molestan.

Es un poco insostenible y quizás tenga hasta un carácter perverso o psicópata, como ha dicho mi extraño y costoso amiguito, lo cierto es que el tema me apasiona, me divierte, me envuelve y me carcome los sentidos. Siempre quiero saber más, crear menos, destruir más y más despiadadamente, es más fácil y divertido. Es inútil convencer a los difuntos, de los estudios que puedan resultar bélicos o excesivamente sangrientos, sólo se duermen.

Sus cuerpos intactos o cruelmente mutilados son parte de un ritual que transmite mediante huesos rotos, viseras de fuera y ríos de sangre toda la incredulidad, no la mía sino la de universos completos, roídos por comedias absurdas de fantasía prejuiciosa.

Dulce es la sensación de saber que puedo ser yo, la que venga a convertir en difuntos a los vivos y crear humanos inhumanos a partir de vivos ya muertos.

Es tétrico el silencio reinante en sus cuerpos, y les vacío el alma para evitar resentimientos morbosos posteriores a sus decesos. Me ocupo de los detalles, con una sonrisa en los ojos. Soy inclaudicable en mis actos y muy imperceptible en el proceder interno que tiñe de rojo cada pecado cometido, por ellos y por mí.

Revuelvo la mirada y saludo con gracia. ¿Quién me cree? ¿Quién me apoya? Todo lo creado se ha vuelvo contra el creador y mis amados muertos vivos, mis difuntos caminantes, siguen alabando a sus putrefactos gusanos terrestres.

Caí en el letargo desagradable, me aburro y mi doctor dice que estoy peor. Yo me veo bien, sin mirar nada más, pero lo más importante ahora, es cerrar bien todo con llave y mudarme al psiquiátrico, con mis mínimas pertenencias y los vacíos terribles; después de todo, siempre controlo los comentarios morbosos posteriores a mis actos. No me interesan. Aunque me importan.

Los monstruos perseguidores se disipan con la medicina, contagiándoles la médula de oxígeno puro, puro y limpio oxígeno. Arrecia todo sobre mí, quiero seguir matando y siento el frio. Recae la vida y soy yo la que me muero. Lo cierto es, que la muerte vuelve a triunfar y será siempre así; sobre todo existe más miedo a vivir que a morir.

La muerte, por los siglos que ya han pasado, ha reinado sobre la vida, todos morimos. Todo muere. La muerte reina y de eso dan fe los cementerios, las fosas comunes, los cuerpos olvidados y devorados por animales y elementales. Además, existen tantos huesos roídos por el tiempo, descubiertos eventualmente por algún arqueólogo y estudiados por algún antropólogo, dejados como vestigios del paso vertiginoso e inexorable del tiempo y la mísera importancia que tiene nuestro cuerpo humano.

No somos más que eso, sólo un poco de algo, una pequeña masa de huesos, revestida de carne pudriéndose constantemente por dentro y en veces por fuera. En el minuto que nacemos, comenzamos a morir. KM

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